Razones
históricas para una República Caribe
La Historia en un poderoso instrumento político que
puede jugar a favor o en contra de las causas de los pueblos, dependiendo de
los sesgos que surgen al momento de seleccionar el tipo de historia que se
enfatiza, quien la selecciona y con qué fines. Los pueblos, como los
individuos, son multidimensionales y, por tanto, tienen múltiples historias, y
todas deben ser contadas, tanto las negativas como las positivas, pues todas
cuentan.
Chimamanda Adichie, escritora nigeriana, nos advierte acerca de los
peligros de contar una sola historia, la que solo resalta lo negativo, las
diferencias y los lados oscuros. Es importante cómo se cuenta, quien las
cuenta, cuando se cuentan, cuántas historias son contadas. En la práctica,
quien determina todas estas posibilidades es el poder. El poder no solo
confiere la capacidad para contar la historia del otro sino también para
hacerla definitiva. Hacer de derminada historia una única historia, cuya consecuencia
es el robo de la dignidad de los pueblos, dificulta el reconocimiento de la
igualdad humana y enfatiza las diferencias. En ocasiones, el propósito de
contar una historia es someter y expoliar, pues como ha dicho Mourid Berghouti,
poeta palestino, «si se pretende despojar a un pueblo la forma más simple es
contar su historia».
Pese a que «la hitoriografía regional del Caribe ha
alcanzado cierta madurez…»3, aún tenemos grandes lagunas, sobre todo
en la cuestión de enfoques, dado que apenas estamos intentando deshacernos de
la visión eurocentrista y andina de nuestra historia. En los siguientes
párrafos se intenta una visión caribe sobre un breve resumen de nuestra
historia, ya quedará para los historiadores profesionales caribes emprender un
proyecto histórico de gran envergadura.
Novedades
de la historia caribe
En
uno de aquellos días del pasado remoto, después de adentrarse durante varias
jornadas de caminatas sin lograr encontrar la otra orilla, comenzaron a
sospechar que no se trataba de otra isla, sino que se habían topado con algo
muy grande, tan grande que no cabía en la imaginación insulana. Era los
primeros pasos de la raza humana sobre este continente.
Eran
hombres de los archipiélagos de los mares del sur, que saltando de isla en
isla, desde hacía cientos de años, andaban en una búsqueda cuya esencia quizá
nos sea vedado comprender. Tal vez solo se trataba de la curiosidad propia de
la humanidad o de algún designio ignoto del marae,
antiguo sistema de creencias polinesio. Quedan excluidas, por adelantado, las
ambiciones de expansión territorial, la colonización, la apropiación de tierras
y la unificación poblacional, basamento y sentido del pensamiento occidental.
Lo
más probable, sin embargo, tratándose de pueblos con poderosos vínculos vitales
con la tierra y con el mar, cuya espiritualidad estaba hermanada con la
naturaleza, era que buscaran diferentes espacios para engrandecer al espíritu.
Sabían que la felicidad consiste en lograr la armonía entre el individuo y la
madre tierra, que la variedad espiritual del hombre requiere diversos
horizontes, que cada generación trae individuos de diferente espiritualidad,
que precisan nuevos espacios. Tal vez éstos eran los vientos que hinchaban sus
velas.
El tema del origen del
hombre americano es apasionante y avasallador, alrededor del cual no hay conclusiones definitivas sino debates en
marcha. Las primeras teorías, basadas en investigaciones
científicas, pero sobre todo en el deseo del hombre del norte, daban este
privilegio a la congelación del estrecho de Bering, pero ahora que las
investigaciones se han comenzado a realizar también en el sur, emerge otra
verdad.
Si este continente hubiese sido poblado solo
por Siberia, como tradicionalmente se ha dicho, los sitios más antiguos
deberían hallarse en el norte y no en el sur, como evidentemente ocurre1.
Además, las pruebas genéticas y fenotípicas dan a las poblaciones del sur
rasgos australoides y a los del norte mongoloides. La antropología
genética ha aportado sólidos indicios para creer en un poblamiento autónomo de
América del sur, y más antiguo. Es perfectamente posible, sin embargo, que
coexistieran poblamientos autónomos, tanto en el sur como en el norte.
Algunos
hombres, aquellos de con grandes horizontes en sus almas, regresaron al mar, a
las islas, al archipiélago, el resto, atendiendo el llamado de la tierra, se
internaron en el misterio del continente con sus ilusiones y sus piraguas.
Durante 10 o tal vez 15 generaciones, a través de los ríos, recorrieron las
pampas, las montañas y las selvas, dejando todo tipo de vocinglería, desde
poblaciones nómadas hasta encumbrados imperios.
El
embrión que dio origen a la nación Caribe sumó, en su información genética, el
paso por la selva, las altas montañas andinas, la lejana pampa, los mares del
sur, Oriente y África. Y el Orinoco los regresó al mar, pero se trataba de un
mar diferente, cálido y de vivos colores. Los que hallaron identificación en
esta nuevas islas, las «las islas sonantes», tenían predominio de color en sus
almas y música alegre. La vieja piragua polinesia, que había perdido su
balancín en los ríos, tomaba forma en los arboles del caribe.
La
semblante que los primero pobladores dieron al Caribe tal vez nunca la
lleguemos a recuperar, el efecto devastador de la conquista y colonización
dejaron pocos rastros. Como ha dicho Lulú Giménez, «es posible afirmar que el
Caribe precolombino tuvo una fisonomía que resulta actualmente inconcebible,
pues era un espacio innominado que, sin embargo, presentaba zonas de
integración originadas por los movimientos de las diversas etnias indígenas que
lo componían, conformando geografías parciales».
Pese
a su escaso desarrollo, la etnohistoria del Caribe nos va revelando un mundo
con mayor desarrollo del que hasta ahora se había pintado. La percepción
tradicional del caribe, derivada de la mirada del conquistador, ha considerado
a los pueblos caribeños precolombinos salvajes, con costumbres aborrecibles
como la antropofagia. Este sistema valorativo negativo europeo ha tenido
efectos nocivos sobre la construcción de la identidad en todo el continente,
sin embargo, ha sido particularmente desfavorable para el Caribe, que ha
interferido además en la elaboración y comprensión de la historia. En este
sentido vale la pena retomar el ejemplo que Lulú Giménez extrae de la II
Conferencia de Escritores Afroasiáticos de 1962, cuando Nicolás Guillén, a
propósito de los orígenes de la cultura cubana, se expresa de forma peyorativa
de los primeros habitantes del Caribe:
El indio, que en otros
sitios del continente americano, como México o Perú, alcanzó una elevadísima
cultura, se hallaba en la edad de piedra en nuestra patria, de manera que no
pudo influir en el nacimiento y desarrollo del carácter nacional.
El
cuadro que se viene dibujando con los restos de «maderos podridos, cadáveres
antiguos y nuevos, restos fósiles de especies extinguidas» es muy diferente.
Sabemos, por ejemplo que los Caribes mientras iban poblando las islas y las
costas continentales, iban integrando sus territorios mediante armónicas redes
de comercio, intercambio cultural y estructuras políticas. El arte de la
navegación se le daba por herencia ancestral, así como la pesca, la agricultura
y la astronomía. Se trataba de geste instruida y afable, que lejos de
comportamientos salvajes, acogía a los visitantes con gusto y regocijo. Su
estructura social era flexible, sin férreas jerarquías, su espíritu marino y
guerrero.
Durante
el pleistoceno se asentaron los primeros hombres en la costa Caribe colombiana,
que desarrollaron una cultura prehistórica llamada de Los concheros, dado que se trataba de pueblos pescadores de
moluscos y mariscos, además de recolectores y cazadores. El conchero más
importante es el conocido como Puerto
Hormiga que se encontró cerca del canal del Dique, en donde se han
descubierto depósitos de conchas, fogones, alfarería, cerámica y otros signos
de asentamiento humano.
Los
primeros en desarrollar la agricultura dentro del territorio de la actual
Colombia fue la cultura de Momil, quienes
cultivaron yuca y maíz en el bajo Sinú. A su vez la cultura Zenú, que se
desarrolló entre los ríos Sinú y Magdalena y que se distinguió por su
orfebrería, alcanzó el mayor desarrollo sociopolítico de todos los pueblos
precolombinos al establecer con un gobierno central.
No
obstante, como bien lo afirma Bushnell, «En términos puramente cuantitativos,
los Taironas fueron sin duda el pueblo amerindio más sobresaliente entre los
precursores de la Colombia moderna». Lograron una civilización urbana única,
cuyas ciudades gozaban de una admirable estructura arquitectónica dado que
construían sus viviendas y otras edificaciones sobre plataformas de nivelación,
contaban con alcantarillados, plazas de piedras, calzadas y puentes. Las
ciudades y pueblos estaban intercomunicadas por una hermosa red de caminos
empedrados con puentes de losa de piedra, escalinatas y muros de contención.
Estos trabajos de nivelación fueron logros de ingeniería sobre la geografía de
la Sierra Nevada de Santa Marta, que también se utilizaron en la agricultura.
Desarrollaron además la estatutaria, la orfebrería y la fina cerámica. Entre
sus técnicas se puede destacar la fundición, la cera perdida, la filigrana y el
repujado.
Y luego llegaron los
salvajes
Muchos
pueblos del continente tenían indicios de la existencia de los europeos y
sabían de lo inevitable del encuentro, lo cual inducía toda suerte de
sentimientos y miedos, desde una vaga preocupación hasta franco terror, pero a
la vez representaba esperanzas y fuente de nuevas fortalezas para el espíritu.
Los
caribes, al igual que muchos pueblos indígenas americanos, percibían al espacio
y al tiempo de forma cíclica, en donde había un momento de nacimiento, un
tiempo de evolución y un final que daba paso a un nuevo ciclo. Esta
temporalidad cíclica, que tenía sentido en su poderosa relación con la
naturaleza, en el plano histórico cobra un sentido circular, en donde el tiempo
se vuelve sobre sí mismo formando ciclos que son sustituidos por unos nuevos.
En este sentido, la inminente llegada de los europeos tal vez fue entendida
como el fin de un ciclo y el nacimiento de otro.
El
primer contacto entre el Caribe colombiano y Europa fue en La Guajira, en el
año 1500, pero el primer desembarco lo realizaron diez años después en el golfo
de Urabá, en donde fundaron a San Sebastián. No obstante, el primer
asentamiento permanente fue en lo que hoy es Santa Marta, fundada en 1526,
justo en territorio Tairona, porque la bahía les ofrecía seguridad. Unos años
más tarde descubrieron una bahía de mayores ventajas y fundaron Cartagena.
Lo
que nunca imaginaron, pues no tenían antecedentes para sospecharlo, era que se
trataba de seres inicuos, de ruinosos espíritus, ansiosos de objetos
materiales, que llenaban sus vidas vacías con metales y riquezas que nunca
alcanzarían a utilizar. Era tanta la avaricia y tan necia, que pretendían
apropiarse de los ríos, de las praderas y hasta de las montañas. ¿Cómo podrían
ser tan insensatos? «Nosotros pertenecemos a la tierra, no al revés» dice la
filosofía arhuaca. Pero lo más extraño era que estos hombres traían, además de
la propia, una avaricia ajena, de otros seres empoderados más allá de los
mares, en tierras enfermas quizás o arruinadas, que no les daba los suficientes
alimentos ni suficiente espiritualidad.
La mirada del conquistador
La mirada del europeo
hacía el nuevo mundo se enmarcaba, por supuesto, en la categoría de la otredad,
y el Caribe se constituyó en el «otro». En opinión de Giménez Saldivia
el Caribe era un lugar inaccesible en la epistemología occidental1
«era una realidad inaprensible con los códigos instaurados por la conquista y
colonización que Europa ejerció sobre las nuevas tierras debido a que, sin
lugar a dudas, la relación que los pobladores originales establecían con sus
territorios de referencia era singularmente “otra”, sin lugar en la
epistemología occidental».
Las expresión de mayor otredad, si es que esta categoría se puede evaluar
en grados, es la interpretación que hacen los españoles a la expresión caribe ¡Ana Kari’ñaRöte! ¡Ana Kari’ñaRöte!:
¡Nosotros también somos gente! Los Caribes, aquellos buenos salvajes,
imploraban reconocimiento de su condición de humanos a la cultura occidental.
Vaya soberbia. Pero más que arrogancia, la de Colon era una mirada
distorsionada por sus gafas de fe y fantasía, que daría continuidad a un
sistema valorativo antiguo, basado en referencias bíblicas y en la antigua
tradición europea. A través de este sistema, preñado de mitos y prejuicios,
Europa construye, paradójicamente, una gran especulación sobre el Nuevo Mundo,
en vez de apreciarlo como un fenómeno nuevo, cargado de rasgos inéditos. En
este contexto el hombre Caribe se convierte en el otro, un ser indiferenciado,
sin atributos singulares.
Dilucidar
la esencia de este fenómeno es de vital importancia para entender algunos
comportamientos y situaciones actuales. Es ese sentido se ha avanzado mucho en
los últimos tiempos, es así como los nuevos historiadores han superado el marco
estrecho de las espadas y las flechas para adentrarse al vaporoso pero contundente
plano de las concepciones encontradas, que finalmente fueron las determinantes.
Desde finales del siglo pasado se ha intentado dar importancia a la dimensión
de las concepciones en diferentes estudios, vemos como Diana Luz Ceballos Gómez
describe el nexo europeo-indígena como un duelo de imaginarios, en donde entran
en confrontación los arquetipos de cada parte para dar como resultado a una
tercera. Acerca de la mirada europea Roger Bartra ha profundizado en su obra El mito del salvaje2, como se discute en otro
segmento de este trabajo.
El
Caribe colombiano precolombino, en particular, ha sido borrado, solo hasta años
recientes con los descubrimientos de «Buritica 200» o «Ciudad Perdida» se ha
despertado cierto interés. Los historiadores de Colombia, nacionales o
extranjeros, han centrado su foco en la región andina, casi siempre ignorando
la historia caribe. Es así como, por ejemplo, Bushnell al «principio», y
durante todo su recorrido histórico, tiene como escenario principal a las
montañas, salvo algunas excepciones que menciona escenas en la «planicie del
norte». Inicia el capítulo 1 de su compendio histórico con:
En el principio había
montañas, llanuras y ríos, pero especialmente montañas; ningún rasgo geográfico
ha determinado la historia de Colombia tanto como los Andes.
Cincuenta años después de la llegada de los europeos
el semblante del Caribe había cambiado notablemente, la población nativa había
sido sometida a un proceso de esclavización y exterminio y un febril comercio
de esclavos había poblado las islas y a las áreas continentales de africanos.
Este proceso de reasentamiento poblacional
trasatlántico viene a traer enormes repercusiones mundiales, que no solo en el
Caribe. Los «mejores hombres», a decir de los traficantes por su calidad como
«mercancía», procedían de Cabo Verde y Cabo de Buena Esperanza. Por su
condición de seres humanos arrancados de sus hogares, reasentados en tierras
lejanas y sometidos a la esclavitud, los africanos tardaron varias generaciones
para desarrollar sentimientos de pertenencia al Caribe. Este proceso de
aclimatación Antonio Benítez Rojo4 le denomina «criollización»
(aunque no le parece apropiado el termino proceso),
según el cual los productos culturales resultantes son inestables, pues no
necesariamente implican un síntesis de lo africano y lo caribe sino algo nuevo
y en continua transformación. El escenario en donde se fraguan estas
«recurrencias interrumpidas», que implican retención, resistencia, imitación,
asimilación, aculturación, transculturación y enculturación, es la plantación.
De la plantación surge la identidad afrocaribeña, pues allí se marca de forma
contundente la línea divisoria entre el amo, la raza blanca, y los esclavos, la
raza negra.
Durante varios siglos, esta interacción de razas en torno
a un mar expuesto a todo tipo de navegantes e influencias, dan origen a una
personalidad propia del Caribe, de incuestionables particularidades. Sin
embargo, por su condición fragmentaria, de pequeños países insulares, situada
en una zona estratégica en la geopolítica de las grandes potencias mundiales,
la región ha sido sometida a un proceso de invisibilización y trivialización.
La región Caribe no es reconocida como región hasta finales del siglo xx,
debido, en parte, al movimiento mundial de descolonización. Por otro lado, la
trivialización procede de la percepción yanqui de «Republica Banana», término
acuñado por escritor estadounidense O. Henry, basado en estereotipos de vida
fácil, alegría permanente, vivos colores, erotismo, magia y música alegre.
La región Caribe de la Nueva Granada, teniendo como
puerta de entrada principalmente a Cartagena, recibió buena parte de la
diáspora africana, población que eventualmente superaría en número a los
nativos y a los blancos. Durante gran parte de la colonia la población fue
mayoritariamente negra, mulata y zamba, sin embargo no se desarrolla una
identidad afrocaribeña propia debido a que el sistema de plantación no
prospera, evitando una abierta confrontación de razas. Según la tesis de Torres
Saillant, esta situación da lugar a un «espacio intermedio (mulato o mestizo)
que adquiere autonomía ontológica». Por esta senda la identidad afrocaribeña se
torna débil y fragmentaria, que en vez de reafirmar su negritud ha buscado
«amalgamarse»5 y pasar desapercibida, con lo cual pierde la
oportunidad de tomar ventaja, dada su superioridad demográfica, para ganar
posiciones e imponer su poder sobre los blancos.
Nación Caribe o Nueva Granada
Durante al menos un siglo la Región Caribe estuvo bajo
la jurisdicción del virreinato de Lima, pero debido a las enormes distancias y
las dificultades con las comunicaciones, pasó a una intrincada forma de
gobierno con tres ejes centrales, las Reales Audiencias de Nueva Granada, Quito
y Panamá, pero aun dependiendo del virreinato de Lima. Durante este periodo se
hace visible la imposibilidad de Madrid de mantener control sobre la vida
cotidiana de las colonias, y donde comenzaron a surgir las primeras manifestaciones
de identidad regional de tipo sociocultural y político. La corona, no ajena a
este fenómeno, fomentó autonomías regionales, que fueron ejecutadas con
diversos matices. Tal vez quien mejor las interpretó fue Bartolomé de la
Tienda, un intendente general, quien manifestó que «cada
gobernador en su distrito, sea o no su jurisdicción grande, con el carácter de
Capitán General, es absoluto y no conoce superioridad en otro para corregir sus
yerros».
Esta manifestaciones, sin embargo, llegaron a tomar,
como es natural, un camino hacía la regionalización, afianzado los poderes
locales en detrimento de la metrópoli, lo cual, en la actual Colombia, dio
forma a dos polos de independencia, Cartagena y Bogotá, que arriaban con gran
fuerza hacía poderes locales, hasta el punto de hacer temer a España una
eventual pérdida definitiva. La medida asumida entonces fue la de darles mayor
autonomía separándolas de Lima y creando un nuevo virreinato. Las dos ciudades impulsaron
sus respectivas candidaturas a capital del futuro virreinato, Cartagena, fiel a
su naturaleza caribe límpida y sencilla, aportó argumentos a su favor como la
posición geográfica, importancia económica, militar y su peso geoplitico en el
Caribe. Bogotá solo se dedicó a resaltar los aspectos negativos de Cartagena, a
hablar mal de los costeños. Las cosas no han cambiado desde entonces, por el
contrario, a medida que la Región Caribe se hunde más en el atraso y en la
ignorancia, aumentan los elementos negativos a resaltar.
El Consejo de Indias, con la perspectiva de una
eventual guerra contra Inglaterra y el peligro de los puertos, decidió refugiar
a su virrey en las alturas impenetrables de los Andes. Villalonga, el virrey,
como era de esperarse, nunca pudo gobernar, y Cartagena nunca aceptó su
autoridad. Los siguientes virreyes, pese a la nominación santafereña,
gobernaron muchos años desde Cartagena, pues era donde estaba el centro
neurálgico de la economía, la política y la guerra.
La región Caribe, fiel a su espíritu libre y autónomo,
nunca se sintió parte de la Nación Andina colonial. Al respecto Polo Acuña y
colaboradores han destacado:
Al entrar el
siglo XVIII el Caribe neogranadino distaba mucho de ser una sociedad señorial
regida por leyes y controlada por la iglesia; por el contrario, la mayoría de
la población se encontraba por fuera de tales controles y con una manifiesta
autonomía de las autoridades. Los principales centros urbanos apenas intentaban
sujetar su población circundante, sin posibilidad alguna de extender sus
dominios hacia zonas lejanas… Por ello, autoridades y habitantes de la ciudad,
antes de las reformas borbónicas, difícilmente les interesó mirar a su país
interior.
Algunos
historiadores han desmentido la creencia de que los indios habían desaparecido
de la región después de la conquista. «…grupos nativos del Caribe que
revistieron autonomía manifiesta con relación a las autoridades españolas y
republicanas posteriormente, como fueron los Wayuu en la península de La
Guajira, los Chimilas en parte de la provincia de Santa Marta y los Cuna en la
provincia del Darién. No es que estos grupos hayan sido los únicos que
desplegaron resistencia, pero sí los que desafiaron abiertamente, en no pocas
ocasiones con las armas, las políticas de sujeción y control social durante el
reformismo borbónico y las primeras décadas de los gobiernos republicanos».
Bogotá, entre cuarenta días y tres meses de los
puertos y a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, no era un destino apetecido,
sin embargo, la visión mercantil de la metrópoli de ultramar se impuso en este
desencuentro, promoviendo la agricultura en los Andes y reprimiendo el febril
comercio cartagenero, debido a las pérdidas ocasionadas por la presencia
inevitable del contrabando. Bajo este trato desigual, en donde se frenaba el
desarrollo caribeño en aras de la región Andina, Cartagena nunca se sintió
parte del virreinato de la Nueva Granada ni tenía ningún interés en formar
parte de una nación después de la separación de España, sino que aspiraba a una
autonomía plena.
La unificación de la región Andina con el Caribe y
Panamá era muy débil, pues no tenía más sustento que la cómoda visión
colonialista, la cual se fue debilitando a medida que las colonias crecían y se
adquiría conciencia vernácula. Como ha demostrado el historiador Alfonso Múnera, «en los últimos años
de la colonia, la organización política y administrativa del Virreinato de la
Nueva Granada constituyó un caso extremo de debilidad de la autoridad central y
de fragmentación regional. Cuando la crisis final del imperio español estalló
en 1808, el virreinato era una entidad política que apenas intentaba
consolidarse en medio de una gran incapacidad para superar los graves
obstáculos que se oponían a su existencia». Esta idea también es sustentada por
Eduardo Lemaitre en su formidable obra sobre la separación de Panamá, señalando
que la independencia de España, en 1821, les había llegado «por su propia
virtud», es decir, sin guerra ni sangre, porque España había muerto en aquellas
latitudes de «muerte natural».
Los cartageneros intentaron negociar esta autonomía
con Cádiz, pero fracasaron, la dependencia a Bogotá persistió hasta la
independencia y la creación de la nueva república. Como era una relación de
contarios, el artificioso maridaje hace crisis desde las primeras etapas, dando
lugar a un primer periodo republicano muy débil e inestable, denominado Patria
boba. La historia oficial ha achacado la fragilidad de este período a la
inexperiencia de Bogotá, pero en realidad era reflejo de las tensiones
regionales, principalmente con la región Caribe. Prueba de ello es el
manifiesto de Cartagena de 1810, en el cual se exterioriza la negativa a
pertenecer a una república que tuviera por capital a Santafé de Bogotá, y se
expresa el deseo de la creación de una república caribe independiente a partir
de la provincia de Cartagena.
Los sueños de una República Caribe se vieron
violentamente frustrados por Pablo Morillo en 1816, cuando masacró Cartagena en
un intento de reconquista española. El férreo espíritu independentista conduce
a la ciudad a una heroica defensa, en la que no se escatiman esfuerzos,
llegándole a costar la vida de más de la mitad de sus habitantes y su ruina
total. Pese a épica lucha, la ciudad fue sometida durante cinco años. Durante
este oprobioso período Cartagena contó con la hidalga resistencia ciudadana y
con la total indiferencia de Bogotá.
La ciudad sale de la ocupación en ruinas y habiendo
perdido su liderazgo regional, hecho que aprovecharon Bogotá y Caracas. Esta
última asume el papel protagónico en el caribe y Bogotá se afianza como capital
de la nueva república. El espíritu de la región Caribe, pese a la cuasi
destrucción de Cartagena, persiste durante la reciente república, y entra a formar
parte de la Gran Colombia debido a una necesidad estratégica de guerra contra
España, que aún no se resignaba a perder sus posesiones de ultramar. Una vez
disuelto el peligro de guerra la Gran Colombia pierde sentido histórico y se
deshace, la región Caribe, destrozada por los últimos embates de la guerra pasa
a formar parte de una república que no desea. El espíritu libertario, no
obstante, persiste, con algunas manifestaciones públicas como el movimiento de
los Veteranos de la Libertad, que tenía un proyecto separatista, pero que son
reprimidos por la fuerza y, sobre todo, con una campaña ideológica que busca
ridiculizar y desvirtuar todo intento segregacionista, que inició la
intelectualidad andina en cabeza de Restrepo, quien calificaba a estos proyectos
como descabellados. Este matrimonio a la fuerza costó un siglo de guerras.
Además de la fuerza, Bogotá ha utilizado otra poderosa
herramienta para someter a la región Caribe, el desprestigio. En este camino la
nueva república andina recicla y repotencia la imagen creada por la
intelectualidad andina desde el siglo XVIII, según la cual el «ser» andino es
el prototipo de la nación colombiana, moral e intelectualmente superior,
mientras que los habitantes de la región caribe representan al «otro», salvajes
e indisciplinados, sin progreso alguno y sin posibilidades de obtenerlo.
Caldas, como ampliaremos más adelante, estaba convencido de la inferioridad
racial de los nativos costeños, por ser originarios de climas ardientes.
La historiadora Helg ha encontrado que «…los
colombianos andinos han mostrado una inclinación a clasificar racialmente la
imagen de sus conciudadanos caribeños, a quienes comúnmente han descrito como
mulatos o pardos. Hasta la década del setenta del siglo XX, los autores y escritores
andinos de textos escolares atribuían a menudo a los costeños las
características psicosociales contradictorias impuestas a los mulatos por el
racismo pseudocientífico: perezosos pero a la vez activos, intrépidos pero
irresponsables, amantes de la diversión, promiscuos y ruidosos».1
Este discurso andino ha permeado, desde siempre y
hasta la actualidad, no solo al ciudadano caribe promedio, que es el blanco
principal, como profilaxis separatista, sino también a la intelectualidad. Es
así como grandes pensadores como José Ignacio de Pombo, cartagenero, estaba tan
convencido de la inferioridad caribe propuesta por Caldas, que se sentía
avergonzado de vivir en medio de la barbarie pudiendo hacerlo en la
civilización. Deseaba una reforma que permitiera el ingreso masivo de
inmigrantes nórdicos para borrar la amenazante presencia de negros y mulatos.
Núñez, el único presidente caribe de toda la historia colombiana, también
estaba permeado por la ideología andina, de tal suerte que no solo afianzó la
centralización del poder en Bogotá sino que también estaba convencido de la
inferioridad racial caribe y también era partidario de la inmigración blanca.
Pero el espíritu caribe, forjado en la mezcla de razas
y caracteres, ha ido hallado, en su trasegare cotidiano, razones para no
avergonzarse de su mestizaje, antes por el contario, ha ido forjando valores
para enorgullecerse de su condición de mestizo, pues al fin y al cabo
representa al prototipo del mestizaje, la raza del futuro. El discurso andino
no ha logrado borrar al espíritu caribe, cuyo ideario se ha mantenido durante
todos los tiempos. Durante este período, por ejemplo, en contrapartida a Núñez,
Juan José Nieto, continuador del pensamiento caribe, promovía discusiones
nacionales acerca de la diferencias caribes y andinas y, entre otras cosas,
enrostró a Francisco de Paula Santander el abandono de Cartagena a su suerte
por parte de Bogotá durante el largo sitio de Morillo, y le recordó que las
diferencias entre las dos regiones eran tan antiguas como la misma América.
Con la propuesta de nación
colombiana la peor parte la llevaría la región Caribe, que pudiendo avanzar de
forma autónoma hacía el desarrollo, estaría siendo atrofiada por su dependencia
política y económica de Bogotá. Estas diferencias se manifestaron de forma ostensible
en el crecimiento económico desde el inicio del siglo veinte, en donde se
percibe una gran disparidad de en favor de la región andina. Las causas de este
crecimiento desigual han sido motivo de estudio de Meisel Roca, quien ha
señalado como principal al fenómeno económico conocido como enfermedad
Holandesa, la cual supone un gran auge exportador de cierto sector primario de
la economía, en detrimento del resto de los renglones, debido a la baja del
precio de las divisas externas.
Desde mediados de la primera
mitad del siglo veinte la prospera actividad exportadora de café derivó en
profundas consecuencias macroeconómicas, dejando sin piso competitivo, a nivel
mundial, al productor caribe, debido a la revaluación de la moneda extranjera.
La ponderación de la economía cafetera tenía explicación en el poder central y,
la prosperidad exportadora, a su vez, concedía mayor peso económico al centro.
Pero el asunto es multidimensional,
que no solo económico, la composición racial de la región caribe, integrada en
un gran porcentaje por población tradicionalmente discriminada como la afro
descendiente y la indígena, que no solo tiene implicaciones éticas, políticas y
sociales, sino también en la estructura de la propiedad. A las causa
principales se van agregando, de acuerdo a los efectos de un círculo vicioso,
otras de carácter secundario e incluso aleatorio, que van magnificando la
brecha inicial, en un proceso de causación acumulativa circular. Entre estas
causas secundarias Meisel ha documentado la redefinición de las redes de
transporte nacionales entre los años 1920 y 1939, el mayor crecimiento
demográfico de la costa caribe respecto a la región andina, al círculo vicioso
creado por el rezago económico y la consecuente pérdida de influencia política.
Una causa más que nos atrevemos a agregar a las del
profesor Meisel es la uniforme mediocridad de las clases políticas, tanto
andinas como caribes, que han ejercido una autoridad superior a su capacidad.
Los clases dirigentes de la región Caribe no ha podido superar los
regionalismos ni al provincianismo para conformar un ente político
administrativo fuerte, lo cual le ha permitido a la dirigencia andina construir
una nación a su medida, en franco menoscabo de lo Caribe.
Las disparidades
socioeconómicas y culturales de Colombia han sido ampliamente documentadas,
aunque los sentidos basten para confirmarla, sin embargo las propuestas de
solución han sido muy tímidas. Meisel, por ejemplo, aunque reconoce que estas
diferencias regionales no se van a eliminar espontáneamente por medio del
funcionamiento de los mercados, de que la situación no es reconocida por las
autoridades centrales y, por tanto, no hay una política explicita para reducir
esa enormes desiguales económicas, lo que propone es hacer «un gran esfuerzo
nacional», lo cual puede tener miles de significados y que a la postre no
llegue en verdad a significar nada.